sábado, 26 de mayo de 2012
LA QUÍMICA DE LA
LITERATURA
Desde el
amplio ventanal del espacio en el que escribe José Ángel Ordiz (San Martín del
Rey Aurelio, 1955), se ve un centro comercial de donde salen y entran
continuamente personas que recuerdan a aquellas hormigas de las que el profesor
de química hablaba a sus alumnos para hacerles más llevadera una aburrida clase
sobre el ácido fórmico. La literatura y la química unidas en la vida del
escritor cuando recuerda que su madre le daba un libro para distraerle del
peligro que suponía su atracción infantil por la bombona del butano. De esas dos
aficiones, que con el tiempo se convirtieron en oficios, da cuenta la estantería
donde conviven manuales de química y libros de literatura, germen de una especie
de “química de la literatura” que formula su obra con una composición en la que,
en un estilo caracterizado por el cuidado de los aspectos formales, están
presentes los personajes humildes, los espacios reconocibles, los continuos
cambios temporales, los diálogos magistrales y las tramas pegadas a la vida, “la
vida caníbal que le dicta al oído de mi curiosidad”.
Como buen profesor de química, Ordiz ha conseguido la fórmula para convertirse en un escritor invisible. Sí, se le puede ver en la fotografía que ilustra este texto y en las solapas de la mayoría de los libros que ha publicado, pero su invisibilidad es algo que va más allá de la posible ausencia de su imagen de nuestro campo visual. Su invisibilidad es un estado de ánimo, una decidida voluntad de desaparecer detrás de su obra. De ahí que en su estudio apenas haya sitio para algo más que no sean los útiles que necesita un escritor –un sillón de lectura, una mesa con ordenador e impresora, diccionarios, algunos libros- y no sean visibles los numerosos galardones que ha ido cosechando su obra –los últimos, el Premio dela
Crítica de Asturias en 2009 y 2010-. Entre los libros, algunos
ejemplares de su novela “Sal dulce” (Editorial Quadrivium), que fue seleccionada
entre las diez finalistas del Premio Planeta 2010 y que acaba de llegar a las
librerías después de “haber tardado 53 años en escribirla”.
Como buen profesor de química, Ordiz ha conseguido la fórmula para convertirse en un escritor invisible. Sí, se le puede ver en la fotografía que ilustra este texto y en las solapas de la mayoría de los libros que ha publicado, pero su invisibilidad es algo que va más allá de la posible ausencia de su imagen de nuestro campo visual. Su invisibilidad es un estado de ánimo, una decidida voluntad de desaparecer detrás de su obra. De ahí que en su estudio apenas haya sitio para algo más que no sean los útiles que necesita un escritor –un sillón de lectura, una mesa con ordenador e impresora, diccionarios, algunos libros- y no sean visibles los numerosos galardones que ha ido cosechando su obra –los últimos, el Premio de
Marcelo Matas de Álvaro